-¿Sabes
como leí una vez que se debía enamorar a una dama?- Me dijo, de
repente, al verme entrar en la cocina. Esperé- Cocinando con
ella, no para ella- sonrió y me guiñó un ojo. Como me gustaba esa
media sonrisa.
-¿Todo
esto es una queja por tener que hacer la cena?- Inquirí. Ambos nos
reímos.
-Es
una invitación a la cocina
-¿Y
si la dama ya está enamorada?- le pregunté, acercándome a él.
-Nos
saltamos un par de pasos- susurró, a escasos centímetros de mis
labios, abrazándome.
Me
alejé de su abrazo, me dirigí a la puerta y me giré a tiempo para
susurrarle: “Entonces no tendrás ninguna queja por cocinar tu,
monada”, a la vez que le guiñaba un ojo.
-Eres
única- me gritó.
Suspiró.
Ambos
nos reímos.
Qué corto... ¡Pero qué divino! La simple imagen de ese momento... Ay, que me pongo ñoña. Ese amor tan jovial, tan natural... Tan perfecto. Yo quiero, quiero.
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