lunes, 4 de agosto de 2014

Fuegos artificiales.

Ni siquiera recuerdo el día en que le conocí. Tal vez sea porque nunca pensé que se convertiría en una persona tan importante en mi vida, o simplemente porque hace tanto tiempo que no recuerdo esos pequeños detalles como son las fechas, pese a que normalmente les dé mucha importancia.
Tenía, tiene, los ojos más azules que he llegado a conocer. Y esa peculiar capacidad de poder sacar lo mejor y lo peor de mi.
Era de esa clase de personas que se compran un café en los días fríos con el único fin de calentarse las manos. Me enseñó que si no luchaba por lo que quería, no valía la pena llorar por aquello que había perdido y que en ocasiones lo que echas de menos son ciertos recuerdos, y no a la persona que aparece en ellos (y que confundir estos dos conceptos podía ser doloroso).
Tenía los ojos azules, muy azules, y verle me hacía pensar en que así debían ser aquellas personas sobre las que se escribían canciones. Impredecibles, dulces y catastróficas. Aquellas que agradeces tener en tu vida cuando te das cuenta de lo difícil que es despedirte de ellas, cuando recordarlas es tan fácil como saberse la letra de tu canción favorita.
Recuerdo que un dos de agosto me dijo "¿Sabes? Es curioso lo poco que valen las palabras cuando llegan demasiado tarde". Y tenía razón.